miércoles, 12 de febrero de 2014

En nombre de la competitividad

Decimos que vivimos en un mundo cada vez más exigente. Cuando empezamos a cuestionarnos esa máxima que se vende como una verdad evidente, surge la duda. ¿Quién impone ese nivel de exigencia? ¿El jefe que aún no tengo? ¿La empresa que aún no he iniciado? ¿Quién nos obliga a correr tanto?

La explicación oficial nos ha mostrado últimamente un responsable único: los mercados. Ésos que somos todos o no es nadie, según convenga al discurso político. Así, se nos suelen presentar como una entidad abstracta que dirige el mundo desde las sombras, imponiendo un ineludible y cada vez mayor nivel de exigencia con un objetivo divinizado: ser más competitivos. Un propósito, en principio loable, que se ha vuelto peligroso por olvidar una regla básica: que detrás de los números hay personas.

En nombre de la competitividad hemos acabado con la creatividad en las escuelas. Los talentos innatos de cada niño son despreciados para una mayor preeminencia de las llamadas “asignaturas instrumentales”, cuyo ya de por sí desmedido peso insisten en aumentar nuestros gobernantes, ignorando con ello la teoría de inteligencias múltiples y la opinión de expertos como Ken Robinson que señalan la contradicción de no fomentar las habilidades e inclinaciones individuales en un mundo extraordinariamente cambiante, cuyo futuro a diez años nadie es capaz de predecir.

Más evidentes se han hecho sus excesos en la calidad laboral. Alguien podría pensar que el progreso conllevaría una reducción de la jornada de trabajo y una mayor conciliación familiar. Pero los economistas explican que la competitividad se puede lograr aumentando la productividad o reduciendo salarios. Y como lo primero exige invertir en I+D, en lugar de seguir el ejemplo de Noruega o Suecia, en muchos países (entre ellos España) hemos optado por asimilarnos a China. Por el bien del crecimiento apoyamos unas condiciones laborales cada vez más esclavas, teniendo que elegir entre aumentar los despidos o contratos más precarios. Y resulta que debemos de estar haciéndolo bien, porque el FMI, en lugar de corregirnos, nos anima a seguir el mismo camino y reducir aún más los salarios.

No sorprende en estas circunstancias que cada vez más ciudadanos traten de obtener una mayor autosuficiencia para sus hogares. Paneles solares, huertos ecológicos… con los que cubrir necesidades básicas, ganar autonomía de “los mercados” y poder ralentizar el ritmo de vida sin comprometer la estabilidad de sus familias. En definitiva, ganar en libertad. Pero ya es el colmo cuando, traicionando las políticas anteriores e incluso las directrices europeas, se impone un gravamen a estas formas de autoconsumo para mantener el oligopolio de nuestras multinacionales energéticas. Si los mercados somos todos, ¿no debería estar en nuestra mano el poder salirnos de ellos sin que el Gobierno intervenga artificialmente para mantenerlos?


Tendemos en ocasiones a asimilar competitividad con desarrollo. No hay más que ver cómo, en nombre de la competitividad se pone al hombre al servicio de la economía, en vez de al revés, para caer en el error. ¿Es a esto a lo que llamamos desarrollo? ¿Para cuándo un sistema en que primen las personas y no los números? ¿Qué anteponga el capital humano al empresarial? ¿Para cuándo una economía más humanizada?
No pido, como Groucho, que paren el mundo para bajarme. Pido que lo ralenticen. Para quedarme.

Fuentes:

martes, 11 de febrero de 2014

¡Hola a todos! ¡Ya estamos aquí!



Arrancamos esta página, y lo hacemos de la mejor manera que creemos posible: ampliando la leyenda que da forma a nuestra descripción con las novedades científicas que la explican.
Esta historia se repite a lo largo del tiempo en todas las culturas. En Asia, la filosofía zen enseña que el amor altruista es el alimento del lobo blanco, mientras que el ego y el apego son el del lobo negro, y solo deshaciéndonos de ellos alcanzaremos la felicidad. En Europa, los filósofos de los siglos XVII y XVIII escribieron mucho sobre la naturaleza del ser humano. Hobbes lo consideraba egoísta por naturaleza, e hizo suya la frase de Plauto de “el hombre es un lobo para el hombre”. Rousseau, por su parte, estaba convencido de que “el hombre es bueno por naturaleza”, en la línea de la filosofía de Sócrates, “quien conoce el bien, necesariamente debe actuar bien”. 
Pero ha sido recientemente cuando la Ciencia ha arrojado luz sobre todo esto. Y la respuesta es que ambos tenían razón.
Nuestros parientes vivos evolutivamente más cercanos son los chimpancés. Pero hay dos especies de ellos, tan distintos como la noche y el día: el chimpancé común (Pan troglodytes) y el bonobo o chimpancé enano (Pan paniscus). Mientras que los primeros pueden ser muy agresivos e incluso matar a miembros de su misma especie, los bonobos rara vez pelean, y prefieren recurrir a regalos y al sexo para evitar o solucionar conflictos. 
¿Podrían estos dos primates tener alguna relación con el carácter bipolar humano? ¿Es casualidad que el comportamiento humano combine aspectos del bonobo y el chimpancé?
En 2012 nos acercamos mucho a esta respuesta con la secuenciación del genoma del bonobo. Los resultados mostraron que los humanos nos separamos de la línea evolutiva hace 4’5 millones de años, mientras que chimpancés y bonobos lo hicieron “solo” hace un millón de años. Para entender esto debemos saber que la cladística construye los árboles evolutivos más probables de forma estadística, analizando la diferencia entre dos genomas y la velocidad con la que las mutaciones causan estos cambios. Cuando más similares son los genomas de dos especies, más cercanas evolutivamente están, y cuantas más diferencias se hayan acumulado respecto al momento presente, antes se habrá producido su separación evolutiva. 
Pero al analizar los 18 genes que se consideran clave en nuestras diferencias, se encontró un resultado sorprendente: nuestro ADN se parece más al del chimpancé o al del bonobo de lo que se parecen entre sí los genomas de los dos animales. En otras palabras: nuestros genes considerados clave en el proceso de humanización están a medio camino de los de ambos primates.
Para Frans de Waal, considerado por muchos el mejor primatólogo del mundo, este hecho explica nuestra contradicción interna. “Los chimpancés pueden ser extremadamente violentos, mientras que los bonobos pueden ser extremadamente pacíficos. Por eso digo que somos primates bipolares”.
Por eso estamos convencidos de que el ser humano es capaz de lo peor, pero también de lo mejor. Nuestros genes permiten ambos resultados, y aunque pueden favorecer uno u otro según la persona, son solo el prólogo de una historia cuyo desenlace.
Como explica el Dr. Otín “nuestro genoma es una brújula que guía nuestra vida pero no es algo determina de manera inexorable todo lo que somos". 
Tenemos capacidad para cambiar. En nuestra mano está fortalecer nuestra naturaleza de chimpancé o de bonobo. Alimentar al lobo negro o al lobo blanco. 
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Imágenes de: Zen Pencils, Boletín Enciende, Abovetopsecret y revista Hornet.